EL USO DE NUESTROS DOS APELLIDOS.-
Todos los que nos dedicamos a la genealogía nos hemos enfrentado en más de una ocasión al tratamiento y uso de los apellidos. Si alguien cree que nuestro actual sistema de apellidos es el que normalmente ha existido en siglos pasados, puede caer en el anacronismo. Hay que olvidar para siglos en los que normalmente los genealogistas nos movemos, S. XVI en adelante, que una persona no tenía por qué apellidarse con el primero del padre, y el segundo de la madre. Eso ocurre desde el siglo XIX en adelante, y quizás también en el XVIII, pero antes fue muy diferente. En primer lugar habría que insistir en el hecho que las personas utilizaban los apellidos como nosotros ahora utilizamos los nombres de pila, es decir, un niño o una niña al nacer se le ponía los apellidos con toda libertad, no tenían por qué ponerle, obligatoriamente el de los padres, bien es cierto que existía una cierta tradición en la familia de poner unos apellidos que formaban parte del patrimonio onomástico de esa familia, es decir que ya lo utilizaron sus padres, abuelos, tíos, etc. tanto por línea paterna como materna. La familia utilizará, por tanto, para bautizar a los suyos,
únicamente, salvo rarísimas excepciones, los nombres de este acervo
onomástico familiar, imponiendo a sus hijos no solamente el nombre
de sus antepasados sino también el patronímico que aquellos usaron.
El hombre del Siglo de Oro, sobre todo los hidalgos con pretensiones de herencia, escogerá a su gusto los apellidos que mejor le aseguren la apropiación de tales bienes, y no tendrá ningún reparo al ponerse el primer apellido de su bisabuela materna, y el segundo de su abuelo paterno, por poner un ejemplo. Instituciones medievales como los mayorazgos imponen el uso de determinados apellidos para mantener unido el patrimonio, normalmente en el varón de mayor edad.
Esta costumbre de obligar al heredero del mayorazgo
a usar el apellido del fundador se hace casi general durante el siglo
XVI, y esa es la razón por la que en los siglos posteriores, hasta
la supresión en el siglo XIX de los antiguos mayorazgos, los grandes
personajes usen multitud de apellidos. No se trata de pura vanidad genealógica, ni de los apellidos de los
abuelos del personaje puestos en desorden; se trata de una obligación
legal impuesta al caballero si quiere disfrutar de las rentas del
mayorazgo.
La Ley de Registro Civil de 17 de
junio 1870 establecía (articulo 48) que todos los españoles
seríamos inscritos con nuestro nombre y los apellidos de los padres
y de los abuelos paternos y maternos. La inclusión en el nuevo
Código Penal de dicho año del delito de uso de nombre supuesto vino
a consagrar como únicos apellidos utilizables los inscritos en el
Registro Civil. Esta fórmula se consagró jurídicamente con la
nueva redacción de la Ley de Registro Civil de 8 de junio de 1957,
que dio carta de naturaleza a esta costumbre únicamente española,
pues ni siquiera en Hispanoamérica rige, de utilizar los dos
apellidos, paterno y materno.
Quiero ilustrar lo expuesto arriba con algún ejemplo que clarifique lo que decíamos en referencia al uso totalmente libre de nuestros apellidos. En mi estudio del apellido Crespillo encontré en un archivo una breve genealogía de una persona llamada Benito Buenatierra, apellido este último bastante curioso. Este tal Benito contrae matrimonio en la primera mitad del S. XVI con una mujer llamada Juana Fernández Crespillo. Pues bien, dos de sus hijos varones se apellidaran de la siguiente forma: Juan de Osuna Crespillo, el primero, y Benito Ximenez Crespillo, el segundo. Como vemos, ambos conservan el apellido de su madre, Crespillo, pero, en cambio, añaden dos nuevos, uno, el de Osuna, y el otro, el de Ximénez. Este último, cuando se casa con Catalina García, y tiene un hijo varón fruto de este matrimonio, pone a su hijo el nombre y apellidos siguientes: Juan de Osuna Crespillo, es decir, el mismo que el de su tío paterno. Como podéis comprobar, todo un ejemplo del uso libre de los apellidos en la Edad Moderna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario